viernes, 27 de junio de 2014

La generación Amor o Viaje al centro de la Tierra

De pequeño yo era un chico bastante poco pragmático. No sé por qué recuerdo tan difuminada esa fijación de las chicas con Leonardo Di Caprio u otro famoso por guapo. Me daba la impresión de que se guiaban más por el carisma o la seguridad que otra cosa. Tampoco es que me haya servido de mucho tener esa idea en mente.

Pero sí que me sentía convencido de que había cierta necesidad de compartir pensamientos o gustos para aunque fuera tontear. Ya no lo veo tan claro.

El caso es que si ha habido algo de lo que siempre me he sentido seguro ha sido de mi forma de pensar y mis gustos, y si he despertado atracción ha sido por esas cosas.

Debo estar muy jilipollas (con j, sí, del caló jilí, ostias, y sin h, ea), más de lo que ya sabía, o debo haberme echado a perder mentalmente (eso ya lo sabía yo desde las notas de bachillerato, y cada vez lo veo más claro por otras cosas), pero ahora me da la sensación de que no es por eso. Que precisamente, de lo que siempre he estado inseguro, que es de mi físico (y con razón) u otras cosas más banales para mí al menos, parece ser que ahora que he subido un pequeño peldaño (y bien orgulloso me siento, aunque sea consciente de cómo sigo); es de donde más parece proceder la humilde atracción que despierto.

Y coincidiendo con esto, ahora que más imbécil me siento, que si suelto algo de lo que pienso no es para sacar tripa sino para agachar la cabeza con una sonrisilla de humildad, es cuando más inseguro me siento de mi interior.

Yo lo que saco en claro es que no es una seguridad característica del individuo, una sensación general de felicidad, lo que me parecía ver que atraía a las chicas. Es una cuestión de sacar pecho para el físico, y de razonar para la mente, y de abrirse para las emociones (y no despelotarse). No es cuestión de tener una caña mejor o peor, más o menos lustrosa, sino quizá de quién tira el sedal convencido de que el cebo, el hilo, el anzuelo... son más o menos buenos.

Y es que para llamar la atención de alguien hay muchas cosas, y sólo las que sentimos con seguridad son las que usamos. Ya pueden ser maravillosas que, si no las usamos por miedo, nos tiramos de los pelos viendo cómo el vecino con espada de palo mata dragones mientras nosotros sudamos pensando en desenvainar.

No hay mejor arma, no sólo en el amor, sino para ganar cualquier batalla, que la felicidad del sabio, y no la alegría del bipolar. Así es como podemos, algunos anticuados, seguir pensando en Amor.

Y es que una relación es un viaje en el que conocemos mucho a una persona, y también a nosotros mismos. Algunos lo deseamos por las películas, otros es que no tenemos miedo de enseñarnos y hemos encontrado a la persona ideal, y otros guardamos buen recuerdo de lo que es explorar nuestras seguridades, poder exponerlas sin miedo, incluso valorarlas más por verlas desde otro punto de vista.

Pero hoy en día les enseñan no sé qué tonterías a los niños en el instituto sobre el magma y las placas tectónicas y cada vez hay menos gente con deseos de viajar al centro de la tierra. Es normal, si se ven bien aquí y el mensaje que escuchan es que sí, muy bonito el que se pone a cavar hoyos, cómo sonríe, pero luego vuelve tostadito.

Creo que el problema es, como siempre, las expectativas de recibir más que dar, del que quiere comprar barato y vender caro. Somos fáciles de herir en cuanto nos descuidamos y nos exponemos, y gritamos pronto, no esperamos a enfermar. Y otras veces enfermamos nada más que de pensarlo. Pero ese viaje está lleno de sacrificio gratuito. Con la única expectativa de poder contarlo a un mundo en el que se alaba al que cobra mucho y se desprecia al que suda por sudar. Y cuando no se busca vivir, y dejarse llevar, sino que uno se siente en descenso constante y sólo busca asideros donde agarrarse, apunta lo que da y cierra los ojos cuando recibe. 

Así no hay manera de meterse dentro de la tierra, así sólo se sale. No hablo de revolcarse, ni de tirarse en plancha, hablo de encontrar un agujero por el que no nos hagamos daño al caer y tener la humildad de bajar sin que se nos caigan los anillos. Una pareja implica una generosidad que no todos están dispuestos a dar, porque preferimos cuatro pesetas en la cola del paro que agachar el lomo para coger un duro. Lo que explica otra triste realidad: Que normalmente el que más (cree que) tiene qué dar es el que menos recibe.

Que se mueran los feos, que dicen que tienen un arte especial para la conquista.